martes, 14 de marzo de 2017

¿Por qué escalo?

¿Por qué escalo? Buena pregunta. Pero ni lo sé ni me importa. Ni voy a pensarlo. Solo diré algo: cuando escalo estoy viva. Estoy tan viva que no sé ni por qué lo hago. Ene se momento estoy ahí, donde estoy, con todo mi ser. No hay ni un pedacito de mí que esté en otra parte. Me llevo a la pared todo lo que soy, todo lo que he sido, y todo lo que seré: no hay distinción. Todo se integra en mí… todo en un ser. Escalar me construye. Cicatriza heridas abiertas en el resto de mi vida, coloca cuestiones enredadas, asienta inquietudes y miedos. Calma y lanza a vivir. Recarga energía, suaviza angustias, consuela frustraciones. Cuando escalo sé quien soy, hasta el punto de no tener que preguntármelo, hasta el punto de no tener más respuesta a eso que la aparentemente obvia: soy yo. Cuando escalo no hay fragmentación. “Tranquila, ya pasó”... parece que la montaña me lo susurra, que me da una palmadita en la espalda.

Quizás sea eso de mirar las cosas con perspectiva: escalar es la concreción más obvia de esa metáfora, de alejarse y verlo todo desde arriba.

Las vistas mientras escalo no son siempre iguales. A veces contemplo mi ciudad a lo lejos: ciudad inmersa en brutal algarabía. Yo miro desde la quietud de la montaña, miro la ciudad, y elevo un poco más los ojos para dejar de mirarla, para mirar al mar, como si esa inmensa extensión de agua fuera cómplice de mis pensamientos: que no es verdad, que esas prisas de la ciudad son la mayor parte de veces en vano. Que el tiempo pasa y poco de eso queda. Que la mayor parte de esas preocupaciones no tienen nada que ver con lo que importa en realidad. Y así permanecemos, el mar, la montaña y yo,  conversando en silencio: como los adultos que intercambian miradas de complicidad cuando ven a niños preocupados por sus pequeños asuntos (aunque quizás no sea un buen ejemplo; los adultos creen que saben lo que es importante… cuanto más crezco, más lo dudo).

Otras veces mis vistas no tienen nada que ver con el ser humano. Veo extensiones de montañas, de mares y lagos. Veo el cielo, y me siento libre mientras permanezco atada a una pared. Si esperas lo suficiente, las aves pasan rozando. ¿Miedo la altura? No realmente. Reconozco que en una pared es el viento el que más impresión me produce. Sensación extraña: cuando no tienes los pies en el suelo realmente te envuelve el aire cuando hay viento.

Viento, sol, roca, agua. ¿Simple? ¿Poco? Que cada uno juzgue. Solo puntualizaré que son todos los elementos.


Hay otras vistas más... las vistas de cuando escalo en las montañas de mi comunidad natal. Pocas son estas ocasiones, pero tienen un regustillo a raíces, a identidad, a permanencia y a novedad. Esas montañas que he visto durante tantos años desde mi ventana, y que cuando escalo siento: desde mi habitación, son imponentes y preciosas figuras a lo lejos; desde la pared, se llenan de detalles bajo mis dedos, que buscan como acoplarse para seguir subiendo. 

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