¿Por qué escalo? Buena pregunta.
Pero ni lo sé ni me importa. Ni voy a pensarlo. Solo diré algo: cuando escalo
estoy viva. Estoy tan viva que no sé ni por qué lo hago. Ene se momento estoy
ahí, donde estoy, con todo mi ser. No hay ni un pedacito de mí que esté en otra
parte. Me llevo a la pared todo lo que soy, todo lo que he sido, y todo lo que
seré: no hay distinción. Todo se integra en mí… todo en un ser. Escalar me
construye. Cicatriza heridas abiertas en el resto de mi vida, coloca cuestiones
enredadas, asienta inquietudes y miedos. Calma y lanza a vivir. Recarga
energía, suaviza angustias, consuela frustraciones. Cuando escalo sé quien soy,
hasta el punto de no tener que preguntármelo, hasta el punto de no tener más
respuesta a eso que la aparentemente obvia: soy yo. Cuando escalo no hay
fragmentación. “Tranquila, ya pasó”... parece que la montaña me lo susurra, que
me da una palmadita en la espalda.
Quizás sea eso de mirar las cosas
con perspectiva: escalar es la concreción más obvia de esa metáfora, de alejarse
y verlo todo desde arriba.
Las vistas mientras escalo no son
siempre iguales. A veces contemplo mi ciudad a lo lejos: ciudad inmersa en
brutal algarabía. Yo miro desde la quietud de la montaña, miro la ciudad, y
elevo un poco más los ojos para dejar de mirarla, para mirar al mar, como si
esa inmensa extensión de agua fuera cómplice de mis pensamientos: que no es
verdad, que esas prisas de la ciudad son la mayor parte de veces en vano. Que
el tiempo pasa y poco de eso queda. Que la mayor parte de esas preocupaciones no
tienen nada que ver con lo que importa en realidad. Y así permanecemos, el mar,
la montaña y yo, conversando en
silencio: como los adultos que intercambian miradas de complicidad cuando ven a
niños preocupados por sus pequeños asuntos (aunque quizás no sea un buen
ejemplo; los adultos creen que saben lo que es importante… cuanto más crezco,
más lo dudo).
Otras veces mis vistas no tienen
nada que ver con el ser humano. Veo extensiones de montañas, de mares y lagos.
Veo el cielo, y me siento libre mientras permanezco atada a una pared. Si esperas
lo suficiente, las aves pasan rozando. ¿Miedo la altura? No realmente.
Reconozco que en una pared es el viento el que más impresión me produce.
Sensación extraña: cuando no tienes los pies en el suelo realmente te envuelve
el aire cuando hay viento.
Viento, sol, roca, agua. ¿Simple?
¿Poco? Que cada uno juzgue. Solo puntualizaré que son todos los elementos.
Hay otras vistas más... las vistas
de cuando escalo en las montañas de mi comunidad natal. Pocas son estas
ocasiones, pero tienen un regustillo a raíces, a identidad, a permanencia y a
novedad. Esas montañas que he visto durante tantos años desde mi ventana, y que
cuando escalo siento: desde mi habitación, son imponentes y preciosas figuras a
lo lejos; desde la pared, se llenan de detalles bajo mis dedos, que buscan como
acoplarse para seguir subiendo.
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