jueves, 30 de abril de 2015

Capítulo 1 - Cruce de caminos

Despertó de repente y se incorporó de un salto. ¿Cuánto tiempo habría dormido? Desorientado miró a su alrededor, sin tener aún muy claro en qué lugar se encontraba. Le costó un rato reparar en ello, pero finalmente reconoció determinada marca en la camino… y entonces recordó. Sí, era inconfundible; allí estaba, para los ojos que supieran ver. El trayecto recorrido era tan largo que a veces le sorprendía, pero no había lugar a dudas, por asombroso que le pareciera...

Entumecido pero más tranquilo, sabiendo ya qué camino iba a tomar, se volvió a sentar. Comenzó a recordar las etapas realizadas y sonrió para sus adentros. Sinceramente, nunca se había planteado que fuera a llegar tan lejos. Nunca se había planteado qué habría más allá. Cuando empezó a andar lo único que sabía era hacia dónde se quería dirigir, la dirección que quería tomar. Sabía que no iba a conformarse con quedarse donde estaba, y encontró en ello razón suficiente para echar a caminar, sin importarle el precio que tuviera que pagar. Y ahora estaba allí… no tenía muy claro si al final de una etapa, o al principio de todas las demás.

Dejó que el sol y el aire fresco de la mañana le dieran en la cara. Volvió a sonreír al recordar cómo había empezado ese viaje: de un modo quizás impulsivo, y a la vez tan planeado. Impulsivo, porque no pensó en el momento de iniciarlo, simplemente lo empezó sin más; planeado, porque quizás ese plan llevaba gestándose en él más tiempo del que creía, casi desde siempre. Lo que en un inició había sido sembrado como una inquietud con el tiempo fue creciendo, tomando forma, hasta que (maduro o no) ya tenía necesariamente que hacerse realidad. Sólo había dos opciones: o eso o darse la espalda a sí mismo, a quien era, a lo que durante esos años había vivido… y no podía considerar esa alternativa como opción.

¿Quién era él cuando comenzó ese camino? Quizás alguien muy distinto. O quizás era el mismo, pero simplemente había muchas facetas que aún no había descubierto, muchos aspectos en los que había crecido. Recordó a las personas que se habían cruzado con él en ese tiempo, gente que había ido dejando atrás pero que indudablemente formaban, en cierto modo, parte de él; recordó lo distinto que se había imaginado todo… ¿Mejor o peor? Distinto. Desde luego, nunca habría sido así como él lo habría planeado. El camino no había comenzado como él esperaba (a modo de agradable sorpresa, por cierto) y tampoco después había seguido el curso que a priori habría elegido. Pero allí estaba. En verdad, la realidad siempre supera la ficción. ¿Para qué juzgarlo, pues, en este momento? Aún no tenía del todo claro ni siquiera a dónde le llevaría. Lo único que sabía en este momento era eso: que estaba allí, y se sentía satisfecho. Al final de todas las cosas o al principio de todos los caminos, según cómo se viera; después de muchos momentos en los que estuvo a punto de rendirse, de tiempo de dolor y de alegría. Curiosa mezcla, la que puede encontrarse uno al mirar hacia atrás cuando se para en un cruce de caminos: nostalgia y serena alegría, junto con el dolor sordo de determinadas cicatrices y la inquebrantable esperanza en la que todo ello queda envuelto.

Se levantó, cargó la mochila a su espalda (muy distinto equipaje el que llevaba de aquel con el que salió, por cierto) y dejó de mirar atrás. Mirar atrás de vez en cuando no estaba mal, pero sólo de vez en cuando, y sólo un rato. Lo importante estaba justo delante de él, y era allí donde iba a mirar. Fijó sus ojos en el horizonte, en ese horizonte que se abría delante de él, y sonrió una vez más. Dejó de pensar. Comenzó a silbar una canción que le vino a la cabeza, y con las manos en los bolsillos y marcha firme echó a andar. 

martes, 28 de abril de 2015

Aprender a amar la medicina

Escribí esto el 28 de abril de 2012, hace hoy 3 años.
Podría matizar cosas, pero prefiero dejarlo como está:
porque hoy, 3 años después, sigo totalmente convencida de ello.
;) 

"Un sacerdote me dijo una vez, hace ya 4 años, 'la medicina es amable por sí misma'.
Desde entonces me he preguntado muchas veces si sería verdad y si merecía la pena.

Después de sumas y restas pienso en las horas (¡¡y días!!) de estudio, en la falta de sueño, en el acostumbrarse a no saber cuándo podrás sacar un rato para comer, en los conocimientos aprendidos, los momentos vividos en el hospital, en la biblioteca, en clase, en prácticas, en el comedor, en el campus..

Pienso en exámenes, llantos, nervios, agobios, frustraciones, satisfacciones; en el sentimiento de no llegar y no dar la talla, la presión; pienso en el dejar cosas de lado, deporte y música, en la realidad de que continúas estudiando cuando tus antiguos compañeros de instituto van terminando sus carreras... Pienso en cuanto he cambiado en 4 años..  

Pienso en el suspender y repetir, en mis esfuerzos y vagueos, en momentos concentrada y momentos distraída, en esas veces en las que quieres seguir hacia delante y superarte y en las que quieres pasar de todo y abandonar; en momentos en los que adoras tu carrera y otros en los que verdaderamente la odias.

Pienso en revisiones de examen, en mis compañeros, en septiembres, en cumpleaños con globos en "la biblio", en descansos, en “miriendas”; en clases de baile, en listas de notas que cambian cada día, en las “notas de corte” que deciden si apruebas o suspendes, en asignaturas, profesores, en microscopios, interminables disecciones, laboratorios, autopsias, seminarios, trabajos, manifestaciones, experimentos, charlas, congresos, pacientes, médicos...

Pienso en que en tan solo unos meses he visto a enfermos reír, llorar, desahogarse, estar ya fuertes, estar débiles, que tengas que sujetarles; les he visto no entender, aceptar, buscar apoyo, preguntar, sufrir, estar alegres, sonreír, desesperarse, no entender, entender demasiado; olvidarse de ellos para ayudar al de al lado, no pensar más que en lo que les pasa, ser bordes, ser amables… distintas caras, distintas vidas, y yo, testigo privilegiada de una parte de cada una de ellas.

Y entonces me doy cuenta de que nadie me preparó para estudiar medicina, que no sabía lo que hacía cuando me metí, que en el fondo no podía amar la carrera porque no la conocía... 

No sé si decir que estudiar medicina haya sido “algo vocacional” en mi caso, como tantos dicen que debe ser. Más bien puedo decir que he ido descubriendo la carrera poco a poco, aceptando los sacrificios que implica, convenciéndome a mí misma de que quiero hacer esto... 

Cuatro años después de empezar la carrera recuerdo las palabras de ese sacerdote, y puedo darle la razón: la medicina es amable por si misma."





domingo, 26 de abril de 2015

En camino...

- ¿Me podrías indicar, por favor, hacia dónde tengo que ir desde aquí?

- Eso depende de a dónde quieras llegar, -contestó el Gato-.

- A mí no me importa demasiado a dónde…, -empezó a explicar Alicia-.

- En ese caso, da igual a dónde vayas -interrumpió el Gato-

- …siempre que llegue a alguna parte -terminó Alicia a modo de explicación-.

- ¡Oh! Siempre llegarás a alguna parte -dijo el Gato- si caminas lo bastante.



Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carrol

sábado, 25 de abril de 2015

Cuando una mirada te traspasa

Querido A.: tú no me conoces, aunque me has visto. Soy una de las múltiples personas de blanco que se han cruzado en tu corta vida. A tus 2 años la vida ya te ha hecho más perrerías que a mí en mis 24. Llevas toda una vida de sufrimiento. Me miras desde tu cama de UVI, con esos ojos negros, intubado, con tus vías y tu SNG, y esos ojos me dejan cautivada. Vuelvo a mirar la pantalla gris, blanca y negra del ecógrafo y trato de concentrarme en ella, pero al poco me descubro mirándote de nuevo. ¿Sabes? Me recuerdas a muchos niños que conocí este verano en un lugar muy lejos de aquí, donde la tierra es roja y las palmeras se elevan desafiantes hacia un cielo gris. A priori pienso que ese parecido se debe a la similitud de vuestra constitución, pero no… no sólo tienes su constitución física, provocada por la desnutrición; también tienes sus ojos: esos ojos profundos y vidriosos, esos ojos dentro de los cuales uno se sorprende al encontrar tanta luz en medio de tanta oscuridad; ojos tan profundos en los que uno podría perderse, ojos que hipnotizan…Tienes una de esas miradas que no se olvida fácilmente. He mirado ojos que han visto muchas más primaveras que los tuyos, y que sin embargo están mucho más vacíos. No sabes hablar, ni creo que la vida te brinde la oportunidad de aprender, pero tus ojos hablan más que muchas de las personas con las que he pasado horas. Deberías estar jugando en algún parque, con una sonrisa pilla, aprendiendo a andar (otra cosa que muy probablemente nunca aprenderás…), mientras tu madre te persigue para que no te caigas. En vez de eso estás tumbado delante de mí, con una mueca de dolor, separado de tus padres porque aún no es hora de visita. En el modo de hablar de tu Pediatra adivino que no hay mucha esperanza para ti. Tus pulmones empiezan a fallar. Tu organismo ya no tolera más medicación. Pero tus ojos siguen mostrando tanta vida. ¿Por qué tenéis los niños tantas ganas de vivir? ¿Y por qué a los adultos se nos olvidan?

Querido A.: no sé qué será de ti. La verdad, no tengo muchas esperanzas en que sobrevivas mucho tiempo más… Me pregunto si ese tiempo habrá merecido la pena, o por qué hacemos esto: porqué seguimos apostando por tu vida. Supongo que es por esa capacidad de lucha que tenéis los críos, que nos hace seguir hasta el final porque muchos de vosotros remontáis, aún incluso cuando aparentemente no queda ninguna esperanza. O quizás sea por esa facilidad que tenéis para haceros querer… o para hacernos crecer.

Querido A.: ojalá pudiera hacer algo por ti. Me dan ganas de arrodillarme delante de ti. De hacerte una reverencia y de decirte “ole”. Porque eres más valiente que yo. Porque tú, cosita pequeña, estás soportando cien mil veces más que la carga que yo llevo encima y a mí se me hace insoportable. ¿Cómo puede haber tanto dolor en una cosita tan dulce como tú?

Querido A.: te deseo lo mejor. Acuérdate de mí cuando vayas al cielo. Querido pequeño. Si alguna vez te encuentro allí supongo que me avergonzaré de cuántas cosas en mi vida me han supuesto un mundo, o de las veces que me he quejado, o de las veces que he desperdiciado mi vida, ese regalo que a ti se te ha negado.

Querido pequeño: a ti te prometo que voy a vivir. Que voy a aprovechar mi vida, y que con ella brindaré por ti…

Es curioso: yo tampoco te conozco, aunque te he visto. Eres uno de los múltiples niños que se han cruzado en mi vida. Ahora estás ahí, entre un pequeño cuya sangre es bombeada por un aparato fuera de su cuerpo porque, aunque aún ni siquiera sabe hablar, su corazón ha decidido dejar de funcionar; entre una niña con el abdomen abierto por un hígado demasiado grande que le acaban de trasplantar, y un niño de 8 años que entabla conversación amigablemente con las enfermera, con esa naturalidad de quien ha pasado muchos años ingresado en un hospital.

Querido A.: En un instante me has enseñado más que muchos profesores en años. Sé que no toda la medicina es así. ¿Sabes? A veces es por ella por la que merece la pena quitarse el sombrero. ¿Sabes? Hoy no sólo te he visto a ti. También he estado en quirófano, en la intervención quirúrgica de una niña a la que por fin han podido terminar de operar, en la última de las muchas intervenciones que englobaba su tratamiento. Tampoco la conoces, pero has pasado mucho tiempo con ella como compañera de habitación. Probablemente más que lo que has pasado de seguido con tu familia. Tan sólo estaba a un cristal de ti. ¿Sabes? Ha sido un éxito. Su hígado, que no siempre fue suyo, funciona bien. Lo hemos comprobado a través de esa pantalla a la cual yo ahora, debido a tus ojos, no puedo atender. No sé si tú tendrás tanta suerte como ella. Tú también necesitaste que te dieran un órgano de otro porque el tuyo no te servía, pero a ti te sentó mal. Lo siento por ti, de verdad. Ésta, la unidad de cuidados intensivos de pediatría, es la sala de las grandes apuestas. Se ven milagros e infiernos. Todo junto. Belleza y sufrimiento; cariño y dolor. Todo junto.

Siento no saber vivir, cuando a ti ni siquiera se te ha dado la oportunidad de aprender. Pero gracias por esta conversación de miradas que me has permitido tener. Mis ojos, ahora verdes y vidriosos, han llorado más que los tuyos, pero por cosas menos importantes. Tú ya no lloras. Y de veras que lo siento.

Sólo tengo una última cosa que decirte: desde lo más profundo de mi corazón, sinceramente, ha sido un placer conocerte. Cosita preciosa: el mundo se siente agradecido de haberte tenido en él, aunque haya sido sólo un momento.


GRACIAS

¿Cansada? No, en camino.

Muchas veces ante la pregunta de "¿cómo estás?" respondo "cansada". No es que esté mal, pero tampoco estoy bien. Y estoy cansada.

Hay muchos modos de estar cansado. 
Puedes estar cansado y no tener nada que hacer. En ese caso puedes sentarte a descansar y en cierto modo "disfrutar" de ese cansancio, acogerlo y saborearlo, sin más, con sencillez y naturalidad.

Hay otros cansancios que vienen precedidos de un esfuerzo por algo por lo que merecía la pena luchar. En ese caso, son cansancios dulces, serenos y en cierto modo alegres. Son cansancios que descansan, porque tienen mucho sentido. Son cansancios que nos recuerdan que estamos vivos.
Pero no son estos los únicos tipos de cansancio. 

Hay cansancios que emergen a medio camino: cansancios que aparecen pese a tener que continuar. Son momentos en los que uno piensa que ya no puede más, y a la vez debe levantarse y luchar. Ese cansancio sabe a nada: a vacío y a impotencia. Muchas veces ese cansancio sabe a soledad. Muchas tiene un tinte amargo, como cuando surge desde el suelo: es el cansancio de tener que volver a empezar una batalla que se creía ya ganada. Es el cansancio que además duele, porque no sólo tienes que hacer frente al cansancio, sino al fracaso y a la desilusión. Desde el suelo te preguntas si mereció la pena tanto esfuerzo, si merece la pena seguir luchando, cuando ni siquiera nadie puede asegurarte que esta vez se vaya a lograr. Ese cansancio se mezcla con la impotencia de, aunque quieras, sentir que no te puedes levantar. O el cansancio de las situaciones que no tienen solución, pero que ahí están. Se me ocurren mil ejemplos. En el día a día veo luchar a gente que no puede más.

Me pregunto por qué lo hacen. Yo, que me ahogo en un vaso de agua. Quizás es sólo instinto de supervivencia, o quizás es algo más.

Los peores cansancios son los de la falta de esperanza. El cansancio de quien está de vuelta de todo, quien no encuentra sentido a su vida, de quien vive por inercia, sin estar realmente a gusto con lo que hace. El soso cansancio de quien avanza sin saber hacia donde y sin tener un por qué, demasiado cansado y desilusionado incluso para parar.

El hecho es que, si empezamos a luchar, fue por algo. Teníamos un sueño, una razón, un motivo o una esperanza. Así que, si hubo una razón por la que empezamos el camino... ¿por qué no continuar?